Fulgor de Ceniza

Dicen que fue tallada en silencio, en un taller donde el polvo flotaba como espectros del pasado. La madera provenía de un roble que sobrevivió a tres incendios en los montes de León. Sus vetas aún guardaban el humo, y cuando la luz la acaricia, parece que arde sin quemarse.

El artesano que la creó no firmó su obra. Solo dejó una nota bajo el tablero: "Que esta mesa sea testigo de lo que el fuego no pudo borrar."

Desde entonces, Fulgor de Ceniza ha sido más que un mueble. Es altar de sobremesas eternas, donde las risas se mezclan con el vino, y los silencios se entienden sin palabras. Las marcas en su superficie no son defectos, sino cicatrices de historias vividas: una copa derramada en una noche de confesiones, un rasguño de la llave que trajo noticias inesperadas, la quemadura leve de una vela que no quiso apagarse.

Cada vez que alguien se sienta frente a ella, siente algo distinto. Algunos dicen que les inspira calma, otros que les recuerda a alguien que ya no está. Pero todos coinciden en una cosa: nadie se va igual que como llegó.

Porque Fulgor de Ceniza no es solo una mesa. Es un testigo. Un refugio. Un fuego que no consume, pero transforma.